Jimeno es un tipo de unos 55 años, bajo y rechoncho con una prominente barriga. Un hombre con apariencia normal, (tipo cutre rural) hasta que su rabia iracunda lo invade bien sea por sus traumas infantiles, por no estar bien follado o por los efectos devastadores de litros y litros de alcohol en su hígado, entonces sus facciones inexpresivas se transforman y su mirada es sórdida, vil. Llegados a este punto ni siquiera es uno más de esos vagos borrachos que viven de rentas. Ni el machista (demasiado cotidiano andaluz) consentido por madre, hermanas esposa e hijas. Ni el nuevo rico que pasó gran parte de su vida comiendo en una pileta con los cerdos y ahora cree ser el marques de villosplanos y vivir en la moraleja. Tampoco el padre tirano que pone a su hija de 13/14 años a trabajar en el negocio familiar para seguir llenando la hucha. No. Cuando la rabia lo conquista ya no es el borracho, vago, machista, petulante, explotador. Ahora es el perverso total y absoluto, el terrorista desbocado.
Ante esta visión, cuando este engendro acosa a mi hija yo necesito matarlo. Quiero matarlo. Coger ese cuchillo grandote y afilado que guardo en el tercer cajón de la cocina y clavárselo en su inmensa barriga, desgarrarlo hasta que las tripas le cuelguen, hasta que el alcohol se evapore por sus venas, hasta que su mirada sórdida y ensangrentada se vuelva opaca. Sí. Hasta escuchar su último aliento.
Después ir a la cárcel a vivir del contribuyente, mientras me rasco la panza. Para luego ir de cabeza al infierno a torrarme entre sus llamas o ascender al cielo a codearme con las almas puras y desayunar queso philadelphia entre las nubes.
Da igual, ir donde sea necesario. Donde me toque.
La cuestión es llegar íntegra con mi bestia de la mano.
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