Descubrir que hubo un antes y un después en mi vida no me sirve de nada, pero me aporta tranquilidad.
Saber que soy culpable al cincuenta por ciento de las tragedias que asolan mi vida, no me consuela, ni me hace mejor persona.
Perdonar no es altruismo, más bien sobre vivencia, por no decir egoísmo.
Tener tanto que decir y acabar por no decir nada, empieza a ser una constante en mi vida.
Entre el odio y el amor hay una línea tan difusa, que hoy he reconocido que me gusta que me odien.
Me fastidia soberanamente ser indiferente para los demás, aunque me resulta mucho más incordiante, absolutamente asfixiante, mercadear con sensaciones, afectos y sentimientos.
Empezar a reconocerme a los cuarenta y cinco, después de todo va a ser un triunfo.